Un tesoro romano en Aranjuez, el Puteal de la Moncloa
La odisea del Puteal de la Moncloa: de Roma a los jardines de Aranjuez
Un tesoro romano con viaje real
En pleno siglo XVIII, bajo el reinado ilustrado de Carlos III, un antiguo tesoro de mármol emprendió un nuevo viaje. Se trataba del Puteal de la Moncloa, un brocal de pozo romano del siglo I d.C., ricamente esculpido con escenas de la mitología griega. Este valioso artefacto, tallado en mármol blanco hace casi dos mil años, había sobrevivido al tiempo y a los avatares de la historia. Sus relieves cuentan dos mitos inmortales -el nacimiento de Atenea en el Olimpo y el trabajo de las Moiras tejiendo el destino-, una decoración exquisita que ya fascinaba a los amantes del arte clásico.
Aunque su lugar exacto de hallazgo se pierde en las brumas del pasado, sabemos que el puteal emergió en la Europa barroca como parte de la famosa colección de esculturas antiguas de la reina Cristina de Suecia. Tras la muerte de la reina en 1689, aquel brocal esculpido cambió de manos entre cardenales y nobles italianos -el cardenal Decio Azzolino, el duque Livio Odescalchi- hasta recalar en la corte española a comienzos del siglo XVIII . En 1713, el rey Felipe V de Borbón, influido por la moda francesa e italiana de coleccionar antigüedades clásicas, adquirió la pieza para enriquecer su recién creada colección real. Con la decisiva influencia de su esposa Isabel de Farnesio, gran amante del arte antiguo, la monarquía española reunió cientos de esculturas grecorromanas, incluyendo las provenientes de la colección de Cristina de Suecia. Estas adquisiciones situaron a la Corona de España entre las mayores poseedoras de escultura clásica de Europa, al punto que en el Palacio de La Granja de San Ildefonso se instaló una espléndida galería de antigüedades para exhibirlas. Allí, en La Granja, fue a parar el puteal, considerado una joya romana digna de decorar los palacios del primer Borbón español.
De La Granja a Aranjuez: el traslado bajo Carlos III
Décadas después, el rey Carlos III, hijo de Felipe V y monarca ilustrado, dirigió su mirada a aquella obra de la Antigüedad. El gusto borbónico por las antigüedades seguía vivo: Don Carlos, quien en su juventud en Nápoles se había apasionado por las excavaciones de Pompeya y Herculano, comprendía el valor simbólico y estético de estas piezas clásicas. Quería embellecer sus Reales Sitios con objetos que hablasen de la gloria de Roma y de la sabiduría antigua, reflejando a la vez la erudición y el poder real. Aranjuez, su palacio de primavera, sería el nuevo hogar del Puteal de la Moncloa.
Corría una apacible mañana de primavera cuando una comitiva real llegó a La Granja para recoger el valioso brocal. Podemos imaginar el cuidado casi reverencial con el que los operarios envolvieron el cilindro de mármol en sacos de arpillera y paja, protegiendo sus relieves milenarios. El carro tirado por mulas avanzó lentamente, abandonando los bosques frescos de La Granja en Segovia, cruzando caminos polvorientos y villas castellanas. Durante el trayecto, quizás algún erudito de la corte acompañaba el convoy, explicando a los demás el origen ilustre de la pieza: cómo aquel trozo de Roma había pertenecido a una reina escandinava en el exilio romano, luego a príncipes italianos, y finalmente a los reyes de España. La carroza que custodiaba el puteal bien podía haber parecido un arca transportando un fragmento del Olimpo.
Al llegar a Aranjuez, el Palacio Real resplandecía con la luz dorada de la tarde. Este palacio, rodeado de jardines exuberantes, había sido ampliado y embellecido por los Borbones en el siglo XVIII. Servidores y jardineros descargaron con esfuerzo el pesado brocal de casi un metro de alto y lo trasladaron a su lugar de exhibición. Por orden de Carlos III, el puteal fue instalado en los dominios reales de Aranjuez hacia finales de su reinado. Es posible que su destino inicial fuese un rincón destacado de los jardines del palacio, quizá en el Jardín de la Isla o cerca del Parterre francés, bajo la sombra de árboles añosos y con vistas a las aguas del río Tajo. Allí, rodeado del verdor primaveral y el murmullo de las fuentes, el antiguo brocal retomaría su papel decorativo, ahora al servicio del esplendor borbónico.
Escenas mitológicas entre fuentes y arrayanes
Al incorporarse a los jardines de Aranjuez, el Puteal de la Moncloa inmediatamente atrajo la curiosidad y admiración de cortesanos y visitantes ilustrados. Imaginemos una tarde luminosa en que miembros de la corte, ataviados con trajes de seda, pasean entre los setos recortados y las fuentes rumorosas. De pronto se encuentran con este brocal marmóreo cuyo relieve detallado reluce bajo el sol. Se detienen a contemplarlo: en el centro de la escena tallada se distingue al dios Zeus, sentado de perfil en su trono imperial, dominando la composición. A su lado derecho acaba de surgir la diosa Atenea, nacida adulta y armada de la frente de Zeus, con casco, égida y lanza, en todo su esplendor guerrero . Entre padre e hija, una figura alada, la diosa Niké (Victoria), vuela coronando a Atenea, como señal de triunfo divino. Detrás del trono aún se vislumbra la figura asombrada de Hefesto, el herrero del Olimpo, con su hacha de doble filo en mano, justo después de haber abierto con un golpe la cabeza de Zeus para asistir en tan prodigioso nacimiento.
Al rodear la pieza, los espectadores descubren en el reverso otra escena sobrecogedora: las tres Moiras -Cloto, Láquesis y Átropo- talladas con semblante sereno y túnicas ondulantes. Cada una sostiene sus instrumentos: el hilo, la rueca y las tijeras con que hilan, miden y cortan el destino de dioses y mortales. Es como si el artista romano hubiese querido recordarle a quien mirase el puteal que incluso Atenea, nacida en armadura y victoria, tendría un destino tejido por estas hijas de la Noche. Los cortesanos comentan entre murmullos respetuosos estos detalles: algunos reconocen la historia del parto de Atenea del pantéon griego, otros evocan lecturas de la Metamorfosis de Ovidio o de ensayos modernos sobre los antiguos dioses. Sin duda, la erudición clásica era moneda común en la corte ilustrada, y ante el puteal se despertaba tanto el deleite estético como la reflexión intelectual.
La textura de la pieza impresionaba a quien la tocara suavemente con la yema de los dedos: el mármol, pulido en la Antigüedad, conservaba un tacto frío y liso, pero mostraba en sus hendiduras las huellas del tiempo. Algunos rostros y extremidades de las figuras aparecían desgastados o mutilados -secuelas de su largo periplo-, lo cual lejos de restarle belleza le confería una pátina de ruina noble, muy apreciada por la sensibilidad romántica que ya asomaba a finales del siglo XVIII. Bajo los relieves, en la base del cilindro, corría un elegante friso de motivo de ondas griegas (meandros) que enmarcaba la escena, testimonio del refinamiento decorativo romano. El diámetro del brocal, de casi 84 cm, sugería que había pertenecido a un pozo considerable, quizás de una villa señorial en la antigua Hispania o tal vez en la misma Italia. Ahora, emplazado en Aranjuez, servía como adorno escultórico y quizá como macetero o fuente menor, con alguna planta aromática asomando de su interior cuando no se dejaba vacío. No era raro en esa época reutilizar elementos antiguos en los jardines: un diálogo entre la naturaleza y el arte, entre lo vivo y la piedra inmortal.
Entre el agua, el verdor y el mármol antiguo
Los Jardines Reales de Aranjuez ofrecían el escenario ideal para enaltecer esta pieza única. Desde el reinado de Felipe V y a lo largo del de Carlos III, los jardines habían florecido con nuevas fuentes, estatuas y paseos de inspiración clásica. A poca distancia del puteal se escuchaba el suave compás de las aguas de una fuente mitológica: Aranjuez contaba con numerosas fuentes adornadas de dioses y héroes. Las fuentes de Ceres, diosa de la agricultura, o de Baco en su concha marina alegraban distintos rincones; en el Parterre francés se alzaban jarrones de mármol de Carrara labrados en el siglo XVIII, rodeados por figuras de niños y ninfas que jugaban con guirnaldas . No lejos, en el Jardín de la Isla, se podían encontrar antiguas esculturas traídas de otros Sitios Reales, como las gráciles Nereidas de plomo provenientes del palacio de Valsaín, o el heroico grupo de Hércules luchando con la Hidra, símbolos todos de virtudes clásicas . Estos jardines combinaban el orden geométrico francés -setos de arrayán recortados, flores dispuestas en parterres simétricos- con la frondosidad natural de alamedas y sotos ribereños. A lo lejos, más allá de los arbustos perfumados, se extendía la arboleda de la calle de la Reina, una avenida de altos árboles que corría paralela al río, refrescando el aire con su sombra generosa. Entre las hojas se filtraba la luz del atardecer, pintando destellos dorados sobre el mármol blanco del puteal.
En este entorno bucólico y culto, la presencia del Puteal de la Moncloa añadía un toque magistral de la Roma antigua. Los visitantes ilustres que acudían a Aranjuez quedaban maravillados. No pocos embajadores y dignatarios, al ser guiados por los jardines, se detenían ante el brocal esculpido. Algunos lo comparaban con las reliquias que habían visto en villas italianas o en colecciones de otros príncipes europeos, conscientes de que la Corona española poseía desde hacía décadas una de las mejores colecciones de escultura clásica del continente. “Es como tener un pedazo del Partenón en suelo español”, exclamaba entusiasmado algún cortesano, recordando que el nacimiento de Atenea adornaba el frontón del templo ateniense. Aunque los estudiosos advertían que nuestro puteal no era copia directa del Partenón, sí reconocían en él la esencia del arte griego clásico -su armonía, su narrativa mítica- reimaginada por manos romanas .
La admiración que despertaba la pieza era palpable. Las damas de la corte, con sus sombrillas de encaje, contemplaban las figuras con un asombro casi infantil, emocionadas por la historia que contaban en silencio aquellas piedras antiguas. Los caballeros ilustrados, por su parte, discutían sobre la interpretación de los mitos: unos señalaban cómo Atenea representaba la sabiduría y la guerra justa, valores muy apreciados por Carlos III en su gobierno; otros reflexionaban sobre las Moiras y cómo incluso los reyes y héroes estaban sujetos al destino, en una sutil analogía quizá con la responsabilidad de gobernar con prudencia. En definitiva, el puteal se convertía en pieza central de conversaciones entre la alta sociedad ilustrada, fusionando arte, historia y filosofía en un solo objeto.
Esplendor y legado atemporal
Durante los años finales del siglo XVIII, el Puteal de la Moncloa siguió adornando Aranjuez, silencioso testigo de paseos reales y tertulias al aire libre. Su mármol antiguo, rodeado de flores primaverales y fuentes cantarinas, encarnaba el diálogo entre el pasado clásico y el presente ilustrado de Carlos III. A través de él, el monarca subrayaba su papel como heredero y restaurador de la Antigüedad en suelo español, afirmando ante sus contemporáneos la continuidad de la cultura y el mecenazgo de su dinastía. Podemos casi ver al rey, satisfecho, mostrando este brocal único a un invitado distinguido, narrándole su origen romano y su odisea por las cortes europeas, mientras el visitante acaricia con respeto la fría superficie de la piedra esculpida.
La estancia del puteal en Aranjuez perduró hasta que los vaivenes del destino, y de la política, le hicieron seguir su camino. Años más tarde, ya en el siglo XIX, sería trasladado de nuevo, esta vez a los jardines del palacete de La Moncloa en Madrid, donde acabaría temporalmente olvidado y semienterrado, hasta ser redescubierto en 1868 por un conservador del museo arqueológico nacional. Sin embargo, en nuestro relato nos quedamos en 1780, paseando por Aranjuez, donde el Puteal de la Moncloa brilla con orgullo. Rodeado del esplendor artístico de las fuentes, estatuas y parterres borbónicos, este brocal romano invita a hacer un viaje imaginario en el tiempo. Quien se inclinaba a observar de cerca sus relieves podía sentir, bajo el cálido sol hispano, la presencia de los antiguos dioses olímpicos.
En el Palacio de Aranjuez, el puteal fue más que un adorno: fue un símbolo del poder ilustrado y del diálogo entre épocas. Entre los rumores del agua y el canto de los pájaros, parecía susurrar las leyendas de Atenea y las Moiras a las nuevas generaciones. Aún hoy, cuando contemplamos esta pieza magnífica en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid, podemos evocar aquella escena: los jardines reales del siglo XVIII, con sus aromas de rosas y boj, Carlos III y su corte admirando emocionados un fragmento de la antigua Roma. El Puteal de la Moncloa, con su belleza marmórea y su historia viajera, nos hace sentir que caminamos entre fuentes y estatuas en un Aranjuez eterno, donde el arte clásico florece de nuevo entre la naturaleza y la historia .