Octavio y la batalla de Nauloco
La batalla de Nauloco: el épico choque naval que cambió el destino de Roma
La aurora del 3 de septiembre del 36 a.C. iluminó el mar frente a Nauloco, en la costa noreste de Sicilia. Sobre las aguas en calma, dos imponentes flotas romanas se encontraban frente a frente, dispuestas para la batalla. De un lado, Marco Vipsanio Agripa, el mejor general naval de Octavio, comandaba unos 300 robustos buques de guerra armados hasta los dientes. Enfrente, Sexto Pompeyo, el hijo del legendario Pompeyo Magno, desplegaba otras 300 naves, más ligeras y veloces. Ambos comandantes comprendían que aquel día se decidiría algo más que una victoria: estaba en juego el futuro de Roma y el final de una larga guerra civil. En los momentos previos al combate apenas se oía nada salvo el golpeteo rítmico de los remos contra las olas y el susurro del viento hinchando las velas. Miles de marineros y soldados contenían el aliento en las cubiertas, con la tensión pintada en los rostros. Sobre cada embarcación, las insignias brillaban bajo el sol naciente: el estandarte de Octavio ondeaba desafiante en la flota de Agripa, mientras la bandera pompeyana se alzaba en la de Sexto, evocando la sombra del viejo Pompeyo. El silencio fue roto de pronto por el sonido grave de cuernos y trompetas de guerra. La Batalla de Nauloco estaba a punto de comenzar.
La amenaza de Sexto Pompeyo
Para entender cómo se llegó a ese momento decisivo, hay que retroceder unos años. Julio César había sido asesinado en el 44 a.C., sumiendo a la República romana en el caos de nuevas guerras civiles. Sus herederos políticos, Octavio (su joven sobrino adoptivo) y el general Marco Antonio, unieron fuerzas para vengar su muerte. Juntos derrotaron a los líderes de los conspiradores, Bruto y Casio, en la batalla de Filipos (42 a.C.), y junto con Marco Emilio Lépido formaron el Segundo Triunvirato, repartiéndose el dominio de Roma. Si bien era cuestión de tiempo que estos aliados se enfrentaran entre sí por el poder, antes debían eliminar a un enemigo común que amenazaba la estabilidad: Sexto Pompeyo, proscrito y último bastión de la facción derrotada.
Sexto Pompeyo era el hijo menor de Pompeyo el Grande, el famoso rival de César. Tras la muerte de su padre y la derrota de sus hermanos en la guerra civil contra César, Sexto logró escapar y se convirtió en un caudillo por cuenta propia. Aprovechando el desorden tras el asesinato de César, tomó control de la isla de Sicilia en los años 40 a.C., estableciendo allí su base de poder. Gracias a su flota, dominaba las rutas marítimas del Mediterráneo occidental. Esto le permitía amenazar con cortar el crucial suministro de trigo que Sicilia enviaba regularmente a Roma, poniendo de rodillas a la capital mediante el hambre.
En el 39 a.C., esa amenaza se hizo realidad: la flota de Sexto bloqueó el envío de grano y causó una grave hambruna en Roma. Desesperados por resolver la crisis, Octavio y Marco Antonio optaron por negociar. Firmaron el Pacto de Miseno, una tregua que reconocía a Sexto Pompeyo como gobernador de Sicilia, Cerdeña y parte de Grecia (el Peloponeso) por un período de cinco años. A cambio, Sexto debía detener el bloqueo. Sin embargo, aquella paz fue efímera: al poco tiempo, Sexto volvió a sus andanzas, reanudando sus incursiones marítimas y amenazando de nuevo con privar a Roma de alimentos.
Ante la ruptura de la tregua y el riesgo de otra hambruna, Octavio decidió que era imprescindible derrotar a Sexto Pompeyo por la fuerza. En el año 38 a.C. intentó invadir Sicilia con una flota, pero la operación resultó un fracaso: una tormenta dispersó sus barcos y lo obligó a retirarse. Este revés dejó clara una lección: el joven Octavio necesitaba mejorar sus preparativos navales si quería superar al experimentado Sexto Pompeyo en el mar.
Aquí entró en juego el genio de Marco Agripa. Mano derecha y amigo íntimo de Octavio, Agripa se dedicó a construir de la nada una armada capaz de enfrentarse a la de Sexto. Tomó una iniciativa audaz: ordenó excavar un canal en la costa de Campania, al sur de Italia, para conectar el lago Lucrino, junto a la actual Nápoles, con el mar y formar un gran puerto interior. Nació así el Portus Iulius, un puerto militar secreto nombrado en honor a Julio César. En ese resguardado puerto, Agripa entrenó intensivamente a la nueva flota lejos de miradas enemigas. Mandó construir barcos de guerra más grandes de lo normal, capaces de transportar a bordo numerosos soldados de infantería. Para tripularlos, liberó a 20.000 esclavos y los convirtió en remeros y marineros leales a Roma. Durante meses, estos hombres se prepararon día y noche, practicando maniobras navales y combates de abordaje sobre cubiertas simuladas. La armada de Octavio se fortalecía, lista para cuando llegara el momento de la verdad.
Además de esa preparación meticulosa, Octavio aseguró refuerzos políticos y militares. Su colega Marco Antonio, enfrascado en sus campañas en Oriente, le cedió 120 barcos adicionales para la guerra contra Pompeyo, a cambio de recibir 20.000 legionarios para su propia campaña contra los partos. Al mismo tiempo, el tercer triunviro, Lépido, reunió sus fuerzas en el norte de África con la intención de atacar Sicilia desde el sur. El plan de Octavio era lanzar un ataque coordinado: Agripa avanzaría con la flota principal desde el norte de Sicilia, mientras Lépido desembarcaba tropas en el extremo occidental de la isla, atrapando a Sexto Pompeyo en dos frentes.
En el verano del 36 a.C., la ofensiva final contra Sexto dio inicio. Los primeros combates tuvieron resultados mixtos. En agosto, Agripa obtuvo una importante victoria naval en la batalla de Mylae (cerca de la actual Milazzo), donde destruyó varias naves de la flota pompeyana. Sin embargo, poco después Octavio sufrió un serio revés: en una confrontación cerca de Tauromenio (Taormina), fue derrotado y resultó gravemente herido. A pesar de ese traspié personal, Octavio se recuperó con rapidez y no abandonó la campaña. Con Sicilia prácticamente rodeada (Agripa dominando el mar al norte y Lépido presionando por el sur), Sexto Pompeyo se vio acorralado. Ambos bandos entendían que el siguiente enfrentamiento sería decisivo. Así, reuniendo todas sus fuerzas navales disponibles, se dirigieron a un punto de la costa septentrional siciliana llamado Nauloco, dispuestos a librar allí la batalla final.
La batalla de Nauloco
El amanecer del día de la batalla llegó y, tal como describimos al inicio, las dos flotas rivales estaban frente a frente en las aguas de Nauloco, preparadas para el combate. Sexto Pompeyo alineó sus barcos más ligeros en formaciones ágiles, confiando en la mayor velocidad y maniobrabilidad de sus naves para rodear y embestir al enemigo. Agripa, por su parte, dispuso sus buques más pesados en una línea sólida, casi como un muro flotante, avanzando con disciplina. Cada embarcación iba armada con artillería (balistas y catapultas capaces de lanzar proyectiles incendiarios y piedras), por lo que el choque comenzó con un intercambio atronador de disparos. Proyectiles de fuego surcaron el cielo mientras las naves se aproximaban envueltas en humo y gritos de guerra.
Muy pronto, la distancia entre las flotas se redujo y Agripa puso en marcha su táctica especial. Tenía preparada un arma secreta que los pompeyanos desconocían: el harpax. Este ingenioso dispositivo era una versión mejorada del antiguo corvus romano usado en guerras navales pasadas. Consistía en un enorme gancho de hierro unido a una cuerda reforzada, que se lanzaba con un potente tormentum (catapulta) desde las cubiertas de las naves de Agripa. Cuando Agripa dio la orden, decenas de harpaxes salieron disparados por los aires. Los ganchos se clavaron con estruendo en los cascos de las naves de Sexto Pompeyo, enganchándolas firmemente. La cuerda del harpax estaba recubierta de metal para que los marineros enemigos no pudieran cortarla fácilmente. De repente, la mayor ventaja de Sexto –la velocidad de sus barcos– quedó anulada: sus naves quedaron inmovilizadas por los garfios lanzados desde las galeras de Agripa.
Acto seguido, sonaron las cornetas romanas y los soldados de infantería entrenados por Agripa entraron en acción. Aprovechando que los harpaxes ataban a los barcos enemigos, los robustos buques de Octavio se acercaban para abordar. Como puentes improvisados, los romanos tendían pasarelas o saltaban directamente desde sus proas a las cubiertas enemigas. Se desataron entonces encarnizados combates cuerpo a cuerpo sobre las naves: resonaban los metales al chocar, se alzaban gritos en latín y griego, órdenes desesperadas, el fragor de espadas y lanzas. Los marineros de Sexto, muchos de ellos antiguos piratas endurecidos, ofrecieron feroz resistencia en cada navío abordado. Pero la disciplina y el entrenamiento de las tropas de Agripa comenzaron a imponerse. Barco tras barco, los pompeyanos eran arrinconados hacia popa o abatidos tras sangrientos enfrentamientos.
La batalla se prolongó durante horas, con un alto coste en vidas. Algunas naves de Sexto lograron zafarse momentáneamente, aprovechando huecos en la línea, y Sexto Pompeyo en persona dirigía a sus capitanes desde su buque insignia, intentando reordenar sus filas. Por un momento, el resultado estuvo indeciso. Sin embargo, Agripa se mantuvo firme y supo percibir el instante en que el enemigo comenzaba a flaquear. Al ver que varias naves de Sexto iniciaban una retirada desorganizada intentando huir hacia mar abierto, Agripa ordenó la carga general. Sus trirremes pesadas aceleraron a golpe de remo y arrollaron a las rezagadas con sus espolones de bronce. Muchas naves pompeyanas crujieron y se partieron al medio tras ser embestidas brutalmente. Otras fueron rodeadas y capturadas. El pánico cundió entre las filas de Sexto Pompeyo.
Finalmente, la resistencia pompeyana colapsó. El propio Sexto Pompeyo, viendo perdida la batalla, abandonó la lucha y escapó con los pocos barcos que aún le obedecían. Unas 17 naves consiguieron huir del desastre junto con Sexto, poniendo rumbo al este del Mediterráneo. El resto de su flota fue destruido o capturado: alrededor de 28 barcos yacían hundidos en el fondo del mar, y más de un centenar fueron tomados por Agripa con sus tripulaciones rendidas. El triunfo de Octavio y Agripa era total. Increíblemente, de las 300 naves con que contaba Agripa, solo 3 se perdieron en el combate. La batalla naval de Nauloco culminó así con una victoria aplastante para Octavio. Sobre las aguas teñidas de restos de madera y del rojo de la sangre, los soldados vencedores aclamaban el nombre de Agripa y de Octavio mientras los últimos focos de lucha se extinguían. Los sobrevivientes enemigos, al verse sin líder y rodeados, depusieron finalmente las armas.
Cuenta la leyenda que, la noche anterior a la batalla, Octavio recibió un buen augurio: mientras paseaba por la playa, un pez saltó del agua directamente a sus pies, como ofreciéndosele. Esa señal divina pareció presagiar la victoria. Lo cierto es que Octavio no dirigió personalmente el combate –de hecho, fuentes antiguas sugieren que cayó dormido, extenuado durante la batalla–, sino que delegó el mando total en Agripa. Y Agripa supo cumplir con creces: con su pericia táctica y su harpax innovador, había logrado lo que muchos creían imposible, derrotando al “dueño del mar” Sexto Pompeyo en su propio elemento.
El destino de Sexto Pompeyo
La derrota en Nauloco selló el destino de Sexto Pompeyo. Huyendo con unos pocos barcos, navegó hacia el oriente mediterráneo buscando refugio. Trató de obtener apoyo de aliados e incluso de los partos, enemigos de Roma, para continuar la lucha. Pero sus intentos fueron en vano. Acabó siendo perseguido y capturado al año siguiente. En el 35 a.C., Sexto Pompeyo fue ejecutado sumariamente en Mileto, Asia Menor. Así terminaba la última resistencia significativa de la facción republicana pompeyana frente a Octavio.
Entretanto, Lépido -que tras la batalla intentó aprovechar la situación para tomar el control de Sicilia con sus tropas- fue rápidamente neutralizado por Octavio. Las legiones de Lépido se negaron a enfrentarse a Octavio y, en lugar de ello, se pasaron a su bando en masa. Octavio despojó a Lépido de su poder político y lo relegó al exilio, perdonándole la vida, pero quitándole toda autoridad (salvo el título honorífico de pontífice máximo). Ahora, de los tres triunviros originales, solo quedaban Octavio y Marco Antonio en la escena.
Octavio regresó a Roma victorioso tras Nauloco. Celebró un gran triunfo naval, exhibiendo los estandartes capturados y los prisioneros en su desfile. A Agripa se le otorgó la honrosa Corona Navalis, una corona de oro adornada con pequeñas proas de barco, creada especialmente para conmemorar su hazaña. Nunca antes se había concedido tal distinción, y Agripa se convirtió en un héroe a los ojos del pueblo romano.
La batalla de Nauloco marcó un punto de inflexión. Con Sexto Pompeyo eliminado y Lépido apartado, Octavio quedó como el dueño absoluto de las fuerzas de Occidente. La guerra civil no había terminado aún, pero su fase final estaba por llegar. En los años siguientes, Octavio y Marco Antonio -aliado con Cleopatra de Egipto- se encaminarían inexorablemente hacia un enfrentamiento definitivo por el control de Roma. Pero esa es otra historia.
En Nauloco, aquel día de 36 a.C., el Mediterráneo presenció una batalla naval espectacular donde la astucia estratégica venció a la audacia pirata. La épica victoria de Agripa no solo decidió el desenlace de la guerra en Sicilia, sino que allanó el camino para el surgimiento de César Augusto (Octavio) como el primer emperador de Roma. Roma jamás volvería a ser la misma después de que el humo se disipara sobre las aguas de Nauloco.