Leona de Baena
La Leona de Baena es una de las figuras más representativas del arte íbero.
Esta preciosa figura se encontró en la Iponuba íbera, actual Baena, en la provincia de Córdoba. Concretamente se encontró en el Cerro del Minguillar.
Iponuba
Sería en torno al siglo VI a.C., cuando las caravanas de colonos orientales arribaron por primera vez los vastos valles de la campiña. A su llegada encontraron pequeños grupos humanos diseminados por estas extensas tierras habitando en simples cabañas circulares construidas a base de adobe, cantos de piedra y cañizos. Tiempo atrás, estos primeros pobladores eligieron el lugar como asentamiento debido a la fertilidad de sus tierras, idóneas para el cultivo del cereal, así como por los excelentes pastos para la cría del ganado, independientemente de su privilegiada ubicación de la que ellos aún no eran conscientes.
Transcurridos los inviernos, y debido al aumento imparable en su densidad de población, el próspero pueblo venido de las orillas del Baetis decidió expandirse hacia el interior y seguir ocupando la rica ribera de esta gran vía fluvial. Lo hizo, además, con otro río, aquel que acabaría conociéndose como Singilis. Ambas vías fluviales procurarán un excelente rédito a esta población, puesto que les permitirá mantener el contacto con el mar y su comercio floreciente.
El siguiente paso consistió en controlar la red de comunicaciones terrestres, siempre complementarias a las rutas fluviales y marítimas. Esto se hizo a lo largo de los viejos caminos por los que circulaban los metales procedentes más allá de las montañas del Norte, justamente por donde habían decidido seguir expandiendo su cultura. Para estos nuevos propósitos, irremediablemente se alejaban de la gran vía fluvial que tanto dominaban; a sus espaldas quedaban las rutas de la costa y hacia Oriente, las importantes explotaciones mineras.
Conforme iban avanzando, ocupaban los ricos valles de la campiña fundando nuevas ciudades a lo largo de todo el recorrido que definía este circuito comercial: Ipora, Ipolcobulcula, Ipagrum, Iponuba donde nos encontramos, Ipsca, I(po)tucci e Ipolca entre otras. Desde luego que llegaron a configurar un auténtico armazón para el control viario de los recursos mineros del interior; todos estos asentamientos coloniales serían denominados con el término ‘Ipo’, que en su lengua materna servía para referirse al concepto de ciudad.
Los nuevos pobladores quedaron asentados sobre las planicies de aquellos altozanos de mediana altura desde donde podían contar con una amplia visibilidad sobre el territorio sin alejarse demasiado de los recursos naturales; esas eran sus verdaderas intenciones desde un principio. En el caso de Iponuba, como también sucediera con el resto de poblados colonizados, gracias a la ayuda indígena se levantó un recinto amurallado al que se le adosarían robustas torres fabricadas con piedra local. Además, el lugar era el más idóneo, puesto que el cerro quedaba bordeado a sus pies por el curso del río que hoy llamamos Salsum Flumen (río Guadajoz) Esta vía fluvial fue aprovechada a modo de foso, además de elemento defensivo complementario a la seguridad de las murallas.
El río, cuyas aguas presentan un sabor tan salado como el de las marinas, sirvieron también de linde para los colonos; un espeso bosque cubierto de álamos, sauces y fresnos daba cobijo a las aguas que por aquí atraviesan. Por ello, tampoco es de extrañar que la solvencia acuífera comentada, su carácter navegable y comunicativo con otros asentamientos y la consiguiente fertilidad de las tierras, fuera el motivo para asentarse en este valle. De hecho, rápidamente se originó un intenso y prolongado poblamiento.
Estos nuevos pobladores fueron verdaderos maestros de las producciones agrícolas, así como también en la cría de ganado y el pastoreo; todos pilares básicos de su economía y desarrollo, pero siempre en correlación con las explotaciones mineras tan cuidadas para su continuo crecimiento. De ahí el interés suscitado en estas tierras.
A finales del siglo VI a.C. se inicia un proceso de decadencia en la actividad minera que conducirá, en última instancia, hacia una gran crisis del pueblo tartésico y a la desaparición de los circuitos comerciales establecidos hasta el momento. Esta desestabilización económica dará pie a un profundo conflicto que, irremediablemente, afectará al plano social y, más concretamente, a la pérdida de influencias de las pequeñas monarquías sobre las ciudades colonas dependientes.
Como sucederá en el resto de asentamientos de la zona, en Iponuba también resurgirá la agricultura y la ganadería como principal fuente de riquezas. A niveles generales podríamos indicar que los excedentes productivos caerán en mano de una nueva minoría social, la aristocracia local, quienes, acaparando los medios de producción, ostentarán ahora el poder y el control sobre el resto de la población. Son estos príncipes pastores y ganaderos los nuevos dirigentes de unas ciudades que comienzan a transformarse bajo sustrato turdetano, pero herederas de la cultura tartésica.
Se constituirán pactos y alianzas entre las distintas comunidades para mejorar el control de las fronteras, así como de las distintas vías terrestres y fluviales que atraviesan el territorio. Desde Ipolca, el antiguo camino parte dirección sur hasta llegar al Salsum Flumen (río Guadajoz) atravesando uno de los asentamientos dependientes del oppidum de Iponuba (para algunos autores, la posible ciudad de Abra, hoy Cerro de los Molinillos). Después que la vía fluvial quede salvada por un vado, este camino se dirige hacia los pies del cerro donde se asienta nuestra importante ciudad. A partir de Iponuba la vía enlaza con otra que sirve para poner en contacto las ciudades de esta zona del valle con el importante asentamiento de Corduba.
Tras la invasión de los pueblos bárbaros, el asentamiento quedará destruido. La escasa población se trasladará a las inmediaciones de una antigua villa romana próxima. Ya en el siglo VIII fueron los árabes quienes la conquistaron, identificando el lugar con el nombre de Bayyana (“Baiana”) Posiblemente esta denominación venga derivado del nombre hispanorromano Baius, quien pudiera haber sido el propietario de una de las múltiples villas que se ubicaban en el entorno. Se engendraba, de esta forma, la futura localidad de Baena.
La Leona de Baena
Se trata de una escultura que representa a una leona tumbada en actitud amenazante. Su boca entreabierta ofrece una dentadura con piezas rectangulares y anchas. Ojos de forma ovalada y orejas con forma lanceolada y echadas hacia detrás. El animal está sentado sobre las cuatro patas. Se conservan íntegras las dos traseras y, en las delanteras, falta la parte de las garras. Toda la pieza apoya sobre un pedestal.
Está tallada únicamente por su cara frontal ya que la posterior se adosaría a uno de los lados del monumento funerario que protegía.
La Leona de Baena revela la fuerte asimilación que tuvo en el área ibérica una simbología de raigambre oriental llegada a través del mundo fenicio y del mundo griego de Asia Menor. El león, criatura desconocido en la Península Ibérica y, por tanto, mítica, se sitúa aquí a la altura del grifo y la esfinge, y sufre esquematizaciones libres. Esta criatura, la más representada en el mundo escultórico ibérico, tuvo un papel apotropaico, protegiendo las sepulturas contra el mal, al igual que el resto de los animales fantásticos. Sus características de estilo y morfología la sitúan hacia el fin del siglo VI o inicios del V a.C., recogiendo la tradición de pequeñas representaciones de este animal que se producen en la parte más oriental de la actual Andalucía.
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