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La Batalla de Bibracte (58 a.C.)

La Batalla de Bibracte (58 a.C.)

 

Verano del 58 a.C. en la Galia

 

A finales de junio del año 58 a.C., bajo el intenso sol veraniego, dos pueblos se preparaban para un choque decisivo en el corazón de la Galia. Por un lado, una masa inmensa de helvecios -hombres, mujeres, niños y ancianos- avanzaba penosamente con miles de carros y rebaños. Eran cientos de miles de almas en éxodo que, tras tres años de preparativos, habían abandonado sus tierras en la meseta suiza buscando nuevas regiones donde asentarse. Con férrea determinación, los helvecios incluso incendiaron sus aldeas y graneros antes de partir, para no ceder a la tentación de la vuelta atrás. Aquella caravana serpenteante de 368.000 migrantes (según cifras que luego Julio César ofrecería, probablemente exageradas) se internó en territorio galo, seguida de sus tribus aliadas -tulingos, latóbrigos, ráuracos- y de una columna de valientes boios llegados desde las lejanas estepas de Bohemia.

 

Enterado de este movimiento, Julio César -recién nombrado gobernador de la Galia Cisalpina y Transalpina- vio la oportunidad de ganar gloria militar deteniendo lo que presentaba en Roma como una nueva amenaza bárbara, evocando los temores de antiguas invasiones galas. Rápidamente concentró sus legiones y auxiliares, decidido a no dejar escapar a su presa. Primero bloqueó el camino a los helvecios en el Ródano, negándoles el paso por la provincia romana; luego, cuando los helvecios encontraron otra ruta más al norte, César no dudó en perseguirlos a marchas forzadas . En una escaramuza inicial en el río Saona, tomó la delantera: sorprendió y masacró a un contingente rezagado de la tribu tigurina que aún cruzaba el río, vengando así una afrenta de décadas atrás (esa misma tribu había humillado a Roma en 107 a.C., derrotando al cónsul Lucio Casio Longino). Pero el grueso de los helvecios continuó su avance, hostigado de cerca por la caballería aliada de César durante quince días de tensa persecución . Las pequeñas refriegas diarias mantenían la presión sobre los galos; en una de ellas, para consternación de César, 500 jinetes helvecios pusieron en fuga a 4.000 de su caballería auxiliar gala, hecho que envalentonó a los helvecios. Con esa moral elevada por su inesperado éxito, los jefes helvecios creyeron que quizá también podrían hacer huir a las invencibles legiones romanas.

 

Camino a Bibracte y elección del terreno

 

Tras semanas de marcha, los romanos habían consumido ya buena parte de sus provisiones. César contaba con el apoyo de la tribu gala de los heduos (aliados de Roma), quienes habían prometido suministros, pero estos llegaban con cuentagotas por la desidia -o traición- de ciertos líderes heduos que flirteaban con los helvecios. Bibracte, la ciudad fortificada más importante de los heduos, estaba cerca, en las colinas del Bosque de Morvan. César decidió desviarse hacia allí para reabastecerse de trigo, aun sabiendo que ello le haría perder temporalmente contacto con los helvecios. La noticia corrió pronto por las filas galas: ¡los romanos retroceden! Convencidos de que César se retiraba del combate, los helvecios detuvieron su marcha y giraron sobre sus pasos para perseguirlo. Era el momento que esperaban: querían hacer pagar a Roma cada golpe dado y, de paso, abrirse camino hacia Bibracte, donde aún confiaban en obtener botín y provisiones.

 

Cuando César vio al polvo levantarse en la lejanía a sus espaldas supo que el enemigo estaba cerca. Sin rastro de pánico, dio órdenes rápidas y calculadas. Localizó una colina amplia con laderas suaves que dominaba la ruta hacia Bibracte y mandó a sus tropas ocupar esa altura estratégica . Allí, con vista a la llanura y con Bibracte a lo lejos coronando otra colina, los legionarios romanos cavaron a toda prisa un campamento fortificado según costumbre, clavando estacas y levantando terraplenes. El propio César, pertrechado con su inconfundible capa de general teñida de rojo púrpura, recorría las filas impartiendo instrucciones y animando a sus hombres. Quería que la inminente batalla se librase en terreno ventajoso para Roma. El escenario quedó dispuesto: sobre la colina, los estandartes de las legiones romanas ondeaban al viento; abajo, en la llanura, avanzaban las tribus helvecias listas para el asalto.

 

Despliegue de fuerzas y el inicio del combate

 

César ordenó formar a sus fuerzas. Dejó dos legiones recién reclutadas (la XI y la XII) junto al campamento en lo alto, para proteger el perímetro y hacer frente a cualquier emergencia. Con las otras cuatro legiones veteranas (la VII, VIII, IX y la famosa X) organizó una línea de batalla al estilo tradicional romano: la formación tripartita conocida como triplex acies, con los soldados dispuestos en tres líneas sucesivas descendiendo por la ladera. Los legionarios más aguerridos ocuparon la primera línea; otra línea de hombres respaldaba a corta distancia como segunda oleada, y una tercera línea quedaba en reserva. Entre todas sumaban unos 30.000 infantes romanos resueltos a presentar batalla. A los flancos, César colocó a sus aliados galos y tropas auxiliares para proteger las alas. Detrás de las líneas romanas, cerca del campamento en la cima, quedaron los carros de bagajes y los caballos amarrados, levantando relinchos impacientes. Los mandos transmitieron las últimas órdenes: los legionarios afianzaron sus cascos, comprobaron sus escudos y empuñaron con fuerza sus pila (jabalinas arrojadizas), mientras aguardaban inmóviles la señal.

 

Abajo, en la llanura, las fuerzas helvecias -unos 70.000 guerreros según el propio César- se desplegaron en una enorme masa compacta. Los jefes galos formaron a sus hombres en una suerte de falange tribal, hombro con hombro, presentando un frente ancho y profundo de infantería. Aquellos celtas de las montañas portaban escudos redondos o ovalados de madera, largas lanzas y espadas de hierro. Muchos combatientes iban protegidos solo con sus torsos desnudos o ligeras cotas de lino endurecido; otros lucían sencillas corazas de cuero. Las pinturas de guerra decoraban algunos rostros, y pendones con animales totémicos se alzaban sobre la multitud. ¡Voces y cuernos de guerra resonaron! Con feroz determinación, la falange helvecia comenzó a avanzar ladera arriba contra el enemigo, al paso primero y enseguida en acelerada carrera. El estruendo de miles de pies galopando por la hierba rompió el silencio, acompañado por el clamor de tambores y los alaridos tribales. Desde lo alto, los legionarios romanos pudieron sentir cómo el suelo temblaba bajo aquella marea humana que subía por la colina.

 

Julio César aguardó pacientemente hasta que los helvecios estuvieran lo bastante cerca. Cuando la masa de guerreros galos alcanzó unos veinte metros de distancia, de repente sonó la estridente orden romana: ”¡Lanzad!” Inmediatamente, una lluvia mortífera de jabalinas surcó el aire. Miles de pila romanas descendieron silbando la muerte sobre los helvecios . Los proyectiles cayeron con fuerza desde la posición elevada, atravesando los toscos escudos de madera y ensartando a los guerreros de las primeras filas. Muchos escudos quedaron perforados de parte a parte; las largas puntas de hierro se doblaban al impactar, de modo que las astas quedaban clavadas haciendo el escudo inútil por su peso. La descarga detuvo en seco la embestida gala. Los helvecios de la vanguardia se tambalearon, sorprendidos por la puntería romana. Algunos intentaron arrancar los pila incrustados sin éxito; otros, con el brazo entumecido tras el forcejeo, prefirieron soltar sus escudos completamente, quedando desprotegidos. Tal fue el efecto devastador de esta primera andanada que Julio César la recordaría vívidamente en sus crónicas. Según escribió el propio general: “Nuestros soldados, al lanzar sus pila desde un lugar más elevado, rompieron fácilmente la falange enemiga. Una vez descompuesta, desenvainando las espadas cargan sobre ellos. Una circunstancia obstaculizaba enormemente a los helvecios en el combate: y es que, atravesados y trabados los escudos de varios de ellos por un solo impacto, al haberse doblado el hierro del pilum ni lo podían arrancar ni podían luchar con comodidad, al tener la mano izquierda trabada y sujeta. Por lo que muchos de ellos, tras largos forcejeos con el brazo, optaron por arrojar los escudos y pelear a cuerpo descubierto” .

 

Tras la descarga de jabalinas, retumbó el sonido de los cornua romanos dando la señal de carga. Como un resorte, las legiones avanzaron colina abajo. Los legionarios desenvainaron sus gladius (espadas cortas) y se lanzaron al combate cuerpo a cuerpo con un rugido unísono. El choque fue brutal: el orden disciplinado de Roma contra la furia tribal de la Galia. Acero contra hierro, escudo contra escudo, la ladera se convirtió en un hervidero de duelos mortales. Julio César, junto a sus oficiales, observaba con orgullo cómo sus cuatro legiones veteranas empujaban al enemigo colina abajo con paso firme. La Legión X, su favorita, combatía con especial arrojo cerca de donde ondeaba el estandarte del águila. Los helvecios, a pesar de su bravura, no pudieron resistir la arremetida organizada de las cohortes romanas. Poco a poco, sus líneas fueron cediendo. Los gritos de guerra galos se entremezclaban ahora con alaridos de dolor; el aire olía a polvo, sudor y sangre caliente derramada sobre la hierba que amarilleaba por el calor del verano. Después de varios asaltos y contraataques, la falange helvecia se fracturó y finalmente empezó a retroceder en desorden hacia la base de la colina .

 

César percibió el momento de la victoria parcial y no dejó que se escapara: ordenó que las legiones de reserva (las dos bisoñas que había dejado atrás) avanzaran para consolidar el triunfo. Animados por el éxito de sus compañeros veteranos, esos refuerzos frescos se unieron a la lucha, y el empuje romano redoblado obligó a los helvecios a dar la espalda y huir hacia una pequeña colina cercana, donde intentaron reorganizarse. Los romanos, enardecidos, los persiguieron de cerca, sin darles respiro. La batalla parecía decantarse ya por completo a favor de Roma… pero las apariencias engañaban.

 

 

La emboscada por la retaguardia

 

En el fragor de la persecución, con las legiones avanzando lejos loma abajo, un peligro inesperado surgió de pronto. Desde el campamento de carros de los helvecios -situado más atrás en la llanura- apareció una fuerza oculta hasta entonces. Eran unos 15.000 guerreros de refresco, pertenecientes a los clanes aliados (entre ellos los feroces boios y tulingos), que los helvecios habían mantenido en reserva custodiando el convoy . Ahora, viendo la oportunidad, estos guerreros frescos salieron a toda carrera y cayeron sobre la retaguardia romana, atacando a los rezagados y por el flanco a las cohortes que perseguían a los fugitivos. Los gritos de alarma recorrieron las filas romanas: ¡Enemigos a la espalda! Por un instante, el ejército de Julio César estuvo en serio peligro de verse cercado y desbordado. Las tornas de la batalla podían cambiar dramáticamente si el pánico cundía entre las legiones, atrapadas entre dos frentes.

 

Pero la disciplina y el entrenamiento romanos brillaron en ese momento crítico. Sin perder la cabeza, los centuriones transmitieron nuevas órdenes por encima del estruendo. Los legionarios obedecieron con presteza ejemplar: las líneas romanas se replegaron ligeramente y giraron sobre sí mismas para enfrentar la nueva amenaza. En segundos, el ejército de César reorganizó su formación en dos direcciones. Tal maniobra, digna de sus exhaustivos ejercicios, quedó también plasmada en las palabras de César: “Los romanos, haciendo girar su formación, formaron un doble frente: la primera y la segunda líneas, por un lado, enfrentándose a los que ya habían sido vencidos y rechazados; la tercera, por el otro, sosteniendo el ataque de los que se incorporaban ahora al combate” . En efecto, la tercera línea de cohortes, que hasta entonces estaba en reserva, se dio la vuelta en bloque y contuvo la embestida sorpresa de los boios y tulingos, mientras las dos primeras líneas mantenían a raya a los helvecios originales al frente. La batalla se fragmentó en dos combates simultáneos, encarnizados y caóticos: unos romanos luchando colina abajo contra los restos de la falange helvecia, y otros romanos volteados hacia la retaguardia, resistiendo la arremetida enemiga desde el llano.

 

El campo de batalla de Bibracte se convirtió en un torbellino de acero y valor. Durante horas, romanos y galos pelearon con fiereza bajo el sol implacable del verano. Se dice que el choque duró cerca de cuatro horas de durísima lucha ininterrumpida . Los helvecios redoblaban esfuerzos, rotando a sus hombres para insistir en los flancos romanos, pero la máquina militar romana mostraba su efectividad implacable . A cada acometida gala respondía una maniobra de contención; cada vez que un soldado romano caía herido, otro ocupaba su lugar cerrando filas. Julio César personalmente se desplazaba a caballo de un ala a otra, supervisando y enviando refuerzos puntuales allí donde la línea flaqueaba, su capa púrpura ondeando entre la polvareda para que sus hombres supieran que su general seguía con ellos en el campo. El estrépito era ensordecedor: el entrechocar de las espadas y lanzas, los golpes secos contra los escudos de madera, los bramidos en latín de los legionarios mezclados con los alaridos de guerra celtas y el gemido de los heridos en ambos bandos.

 

Poco a poco, la suerte fue echándose del lado romano. La tenacidad de las legiones y su capacidad de maniobra hicieron mella en el espíritu enemigo. Los helvecios, agotados y diezmados, empezaron a perder cohesión. Numerosos guerreros galos yacían muertos o malheridos sobre la llanura y la ladera, mientras que los supervivientes daban muestras de flaqueza. Cuando el sol empezó a ocultarse tras las colinas, la resistencia helvecia finalmente se quebró. Incapaces de sostener su formación por más tiempo, los galos emprendieron retirada definitiva hacia el círculo de carromatos que formaba su campamento. Muchos iban heridos, arrastrando los pies; otros simplemente corrían presas del pánico junto a los suyos. Los romanos, extenuados pero eufóricos, los persiguieron de cerca hasta las mismas barricadas de carros.

 

La noche cae sobre el campo de batalla

 

La oscuridad comenzaba a cernirse cuando las legiones de Julio César asaltaron el campamento helvecio. Entre los carromatos volcados y tiendas destrozadas se libraron los últimos combates de la jornada, ya a la luz temblorosa de antorchas y hogueras. Muchos guerreros helvecios hicieron allí su postrera resistencia, defendiendo desesperadamente a sus familias atrincheradas tras los carros. Se luchó cuerpo a cuerpo entre los bueyes uncidos y los equipajes desparramados: la escena era dantesca, iluminada por los incendios de carros incendiados. Al final, los romanos lograron irrumpir por varios puntos, y el campamento cayó. Los sonidos de la batalla dieron paso a un silencio roto solo por gemidos y el crepitar de la leña.

 

La victoria romana en la Batalla de Bibracte era total. Los estandartes de Julio César ondeaban ahora victoriosos donde antes estaban los carros galos. En el caos de la noche, miles de helvecios escaparon desperdigados hacia los bosques circundantes, aprovechando la oscuridad para salvar la vida . Según las crónicas de César, unos 130.000 helvecios lograron huir del campo de batalla . Los demás -hombres caídos en combate o capturados, además de mujeres y niños- quedaron a merced de los vencedores. Se dice que el número de muertos helvecios fue enorme, tanto que César, en sus apuntes a Roma, no dudó en afirmar que entre aquella batalla y la anterior escaramuza del Saona habían perecido unas 238.000 personas de la tribu helvecia . Quizá la cifra sea propaganda exagerada, pero en cualquier caso el campo de Bibracte al amanecer siguiente ofrecía un espectáculo sobrecogedor: incontables cuerpos yacían esparcidos, y la tierra estaba teñida de rojo allí donde los guerreros de la Galia habían defendido su libertad hasta el final.

 

Agotados tras la refriega, los legionarios romanos pasaron la noche en vela dentro del campamento enemigo capturado, listos por si algún contraataque surgía de la oscuridad. Pero no hubo contraataque. Con las primeras luces del alba, Julio César reunió a sus oficiales. Habían ganado una victoria brillante, pero a costa de un gran esfuerzo. Ordenó no perseguir inmediatamente a los fugitivos: primero debían atender a los heridos, enterrar a los camaradas caídos y recuperarse tras la larga lucha . Durante tres días completos, las legiones descansaron cerca de Bibracte, curando sus heridas y reparando sus equipos. Julio César envió mensajeros a las tribus galas vecinas (los lingones) prohibiéndoles ayudar o dar refugio a los helvecios que huían, bajo amenaza de correr la misma suerte . Tal era el peso de la victoria romana que nadie osó desobedecer.

 

Finalmente, al cuarto día, Julio César reanudó la marcha con su ejército. Los fugitivos helvecios, hambrientos y desmoralizados, no habían llegado muy lejos. Alcanzados de nuevo por los romanos, no tuvieron más remedio que rendirse incondicionalmente. El procónsul dictó sus términos: los helvecios supervivientes -se calculaban unos 110 a 120 mil tras la odisea- debían entregar las armas y hasta a sus hijos como rehenes, en señal de sumisión . Solo entonces Julio César les perdonaría la vida. En un gesto calculado, y quizá misericordioso, César ordenó a los helvecios que regresasen a las tierras de donde habían partido meses antes . No quería que aquellas fértiles tierras suizas quedasen vacías, pues tribus germánicas podrían ocuparlas y volverse una nueva amenaza. Así, los vencidos emprendieron el triste camino de regreso a su antiguo hogar, bajo escolta romana. Su gran sueño migratorio había terminado en catástrofe.

 

Sobre la colina de Bibracte, donde aún humeaban las piras funerarias, Julio César había ganado su primera gran batalla en la Galia . La noticia corrió velozmente por toda la Galia y llegó a Roma: la poderosa tribu de los helvecios había sido derrotada y sometida. Julio César, el joven general ambicioso, emergía como un héroe victorioso. Aquella tarde de verano del 58 a.C., entre el polvo y la sangre de Bibracte, comenzaba la leyenda de César en la Guerra de las Galias. Los siete años siguientes de campaña serían épicos y cruentos, pero la balanza del destino ya se había inclinado. Roma había mostrado una vez más su supremacía militar, y el mundo celta, estremecido, entendió que un nuevo conquistador había llegado para cambiar la historia de la Galia para siempre.