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Junio del año 101: La Batalla de Tapae

La Batalla de Tapae

 Roma invade la Dacia de Decébalo

 

En el verano del año 101 d.C., el emperador Trajano marchó al frente de sus legiones hacia el norte, cruzando el Danubio con el propósito de someter al reino de Dacia. Este pueblo, liderado por el rey Decébalo, había infligido años atrás una dolorosa humillación a Roma al derrotar a una legión entera y forzar al emperador Domiciano a pagar tributo por la paz. Trajano, decidido a vengar aquella afrenta y a reforzar la frontera imperial, concentró un poderoso ejército (siete legiones y numerosas tropas auxiliares, unos 40 000 soldados en total) en la orilla del Danubio. Tras atravesar el río por un puente de barcas, las fuerzas romanas se internaron en territorio dacio rumbo a Tapae, el único paso practicable a través de las montañas hacia el corazón de Dacia. Aquella angosta garganta montañosa, conocida como las Puertas de Hierro de Transilvania, era un lugar envuelto en presagios: años antes las legiones de Domiciano habían sido allí emboscadas por los dacios, y la misma zona había sido escenario de sangrientas batallas cuya memoria pesaba sobre ambos bandos. Ahora, Trajano se aproximaba de nuevo a ese estrecho paso, consciente de que Decébalo no cedería sin presentar combate.

 

A medida que el ejército romano avanzaba por los valles boscosos de Dacia, los aliados danubianos de Roma enviaron advertencias ominosas. Según relatan las crónicas, Trajano recibió en el camino un mensaje de las tribus aliadas aconsejándole que se detuviera y respetara la paz pactada por Domiciano. Sin embargo, el emperador hizo caso omiso. Con fría determinación, ordenó proseguir la marcha hacia Tapae, sabiendo que allí le aguardaba el grueso del ejército dacio dispuesto a presentar batalla. Roma buscaba una victoria decisiva y Trajano estaba dispuesto a obtenerla a cualquier precio.

 

 

El paso de Tapae: terreno y trampa mortal

 

El campo de batalla se situaba en las proximidades de la ciudad fortificada de Tapae, en un estrecho valle de Transilvania rodeado por los montes Semenic y Banatului (actual zona de Oțelu Roșu, Rumanía). La orografía del lugar ofrecía a los dacios una ventaja natural: las montañas se alzaban a ambos lados formando un pasillo angosto cubierto de bosques impenetrables, con un único camino serpenteando por el fondo del valle, siguiendo el cauce seco en verano del río Nera. Decébalo había elegido deliberadamente este escenario para enfrentar a los romanos, consciente de que en terreno abierto sus guerreros serían barridos por la caballería y la disciplina legionaria. De hecho, rehusó presentar batalla en las planicies más amplias del Banato, atrayendo en cambio a Trajano hacia aquel embudo montañoso donde pretendía emboscarlo.

 

Decébalo había dispuesto una trampa formidable: ordenó a su infantería fortificar una línea frente a Tapae, bloqueando el camino en el extremo norte del valle, mientras grandes contingentes de tropas ligeras aguardaban escondidos en los bosques de las laderas circundantes . Guerreros dacios de las tribus montañesas se agazapaban entre los árboles de las montañas Banatului, armados con arcos y lanzas, listos para descender sobre el flanco derecho romano en cuanto la lucha comenzara. Al mismo tiempo, en la espesura opuesta, en los montes Semenic, se mantenía oculta la temible caballería sármata de los aliados roxolanos de Decébalo. Estos jinetes, pertenecientes a la tribu nómada de los roxolanos (de estirpe sármata), eran conocidos por su ferocidad y formaban la caballería pesada aliada de los dacios. Junto a ellos participaban también guerreros bastarnos, otra tribu aliada de origen germano, completando las fuerzas bárbaras dispuestas en la emboscada.

 

El plan dacio era sencillo y mortífero: cuando las legiones romanas se internaran confiadas en el estrecho paso para chocar contra la línea principal dacia, las tropas ocultas en las colinas caerían súbitamente sobre sus flancos y retaguardia, atrapándolas en una ratonera sin escape. Allí, comprimidos entre las montañas, los romanos serían rodeados y masacrados hasta el último hombre. Decébalo conocía el terreno palmo a palmo y ya había probado su eficacia contra Roma en el pasado, por lo que confiaba en repetir la hazaña. Tapae sería el sepulcro de las águilas romanas.

 

Fuerzas enfrentadas: legiones romanas vs. guerreros dacios

 

Roma había desplegado en esta campaña una fuerza imponente. Trajano contaba con siete legiones completas (unos 30 000 legionarios) acompañadas por contingentes de auxiliares reclutados en todas las provincias, que aportaban 10 000 jinetes de caballería e infantería ligera especializada. Entre las legiones presentes se hallaban destacadas unidades veteranas, como la Legio I Adiutrix, la II Adiutrix, la IV Flavia Felix o la VII Claudia, entre otras mencionadas en los anales, apoyadas por cohortes pretorianas de élite y numerosas alas de caballería provincial. Frente a ellos, Decébalo había reunido un gran ejército dacio cuyos números exactos se desconocen, pero que probablemente igualaba o superaba en efectivos a los romanos. Además de sus propios guerreros dacios, armados principalmente con lanzas, arcos y las distintivas espadas curvas, el rey bárbaro contaba con las caballerías aliadas de roxolanos sármatas y con tribus auxiliares como los bastarnos . La alianza dacia sumaba miles de combatientes determinados a defender su tierra con fiereza.

 

 

Los legionarios romanos iban equipados con su clásico arsenal: llevaban pesadas armaduras de hierro segmentado reforzadas (lorica segmentata) y grandes escudos rectangulares (scutum) adornados con el emblema de la legión. Blandían la espada corta (gladius) para el combate cuerpo a cuerpo, y portaban dos jabalinas pesadas (pilum) cada uno, proyectiles diseñados para deformarse al clavarse en los escudos enemigos. Con estos pilum, los romanos podían descargar una lluvia mortal sobre el enemigo justo antes del choque inicial. Cabe destacar que, conscientes de la amenaza particular que representaban las armas dacias, los romanos habían adaptado su equipo para esta guerra: reforzaron sus cascos con bandas metálicas adicionales y fabricaron protecciones para brazos y piernas, intentando contrarrestar los tremendos golpes de las falces dacias. Y es que la falx (la célebre espada curva dacia de casi un metro de largo) infundía terror entre las tropas imperiales: manejada con ambas manos, era capaz de partir un casco o un escudo romano de un solo tajo, e incluso de segar el brazo de un legionario imprudente. Muchos guerreros dacios combatían con el torso desnudo, sin más protección que su agilidad y coraje, confiando en la potencia de sus falces para romper las formaciones romanas. Otros iban armados con lanzas arrojadizas y espadas más cortas, y protegidos con pequeños escudos ovales y cotas de malla ligeras cuando las tenían. Complementando a la infantería dacia estaban los arqueros apostados en las laderas boscosas, diestros en lanzar nubes de flechas desde la cobertura de los árboles.

 

En contraste, la fuerza romana hacía gala de una disciplina y organización insuperables. Las tácticas imperiales combinaban el impacto inicial de los proyectiles con maniobras de infantería pesada precisas. Era costumbre que unidades auxiliares abrieran el combate: tropas indígenas armadas con arcos, honderos y jabalinas avanzaban en vanguardia, apoyadas por la caballería en las alas, hostigando al enemigo con descargas antes del choque principal. Después entraban en acción las legiones, verdaderas máquinas de guerra entrenadas para mantener la formación bajo las condiciones más horrendas. Los legionarios estaban adoctrinados para, tras lanzar sus pilum, desenfundar el gladius y cargar en bloque contra el enemigo, buscando el combate cercano donde su armamento corto y sus tácticas sobresalían. Frente a la furia bárbara, los romanos oponían la disciplina: escudos solapados, avanzando al unísono al son de las órdenes de los centuriones, apuñalando con precisión entre los escudos enemigos. Por su parte, los dacios confiaban en romper la línea romana mediante cargas impetuosas y golpes devastadores de falx por encima o a los costados de los escudos. Su valentía era temible, y en el choque inicial podían parecer arrolladores. La batalla que se avecinaba en Tapae pondría a prueba ambos estilos de guerra: la audacia salvaje de los dacios contra la determinación organizada de Roma.

 

Preludio del combate: Trajano desbarata la emboscada

 

Cuando Trajano alcanzó el borde sur del paso de Tapae y vio ante sí el angosto valle que debía atravesar, flanqueado por silenciosos bosques, supo de inmediato que algo andaba mal. El emperador detuvo la columna un momento y examinó con ojo experimentado aquellas laderas cubiertas de árboles antiguos. Cuenta la tradición que Trajano exclamó en ese momento: «¡Que me crucifiquen si esto no es una emboscada!». Ordenó enviar exploradores de caballería a reconocer el terreno elevado en ambos flancos antes de avanzar más. Sus sospechas pronto se confirmaron. Los jinetes exploradores regresaron al galope con informes alarmantes: ocultos entre la espesura del monte Semenic habían avistado millares de jinetes enemigos, sin duda los sármatas roxolanos emboscados. Trajano comprendió al instante la magnitud de la trampa tendida por Decébalo. Lejos de entrar en pánico, reaccionó con la frialdad y astucia de un veterano. Sabía que la clave para sobrevivir a una emboscada era conservar la iniciativa y no dejarse rodear.

 

El emperador trazó rápidamente un contraataque audaz. Dividió su fuerza para golpear a los emboscadores antes de que pudieran cerrar la trampa. Encargó a uno de sus generales más capaces, Lucio Tetrio Juliano (vencedor años atrás de los dacios bajo Domiciano), que tomara una fuerte columna y diera un rodeo por las montañas. Juliano partió discretamente con tres legiones (la I Italica, V Macedonica y XIII Gemina), veinte cohortes de auxiliares y diez alas de caballería, bordeando la ladera occidental para caer sobre la retaguardia de los sármatas ocultos en el Semenic. Este movimiento envolvente, oculto tras las colinas, colocaría a miles de legionarios sobre las espaldas del enemigo oculto sin que Decébalo lo supiera. Mientras Juliano maniobraba, Trajano reorganizó el resto de sus fuerzas para entrar al valle con precaución. En primera línea dispuso cuatro legiones (entre ellas I Adiutrix, II Adiutrix, IV Flavia Felix, VII Claudia) formando el frente de ataque, acompañadas en los flancos por ocho escuadrones de caballería (alae) listos para proteger las alas romanas . Detrás de las legiones, Trajano colocó una reserva de veinte cohortes de infantería auxiliar, preparada para reforzar cualquier punto crítico . El propio emperador, con su escolta de la Guardia Pretoriana, se situó justo tras las cohortes de cabeza, en el centro, para dirigir la batalla y acudir allí donde fuera necesario.

 

Aún quedaba el peligro oculto en la otra ladera. Trajano no olvidaba que, si había enemigos emboscados a un lado, bien podía haberlos al otro. Intuyendo que entre los bosques del Banatului también acechaban tropas dacias listas para caer sobre su flanco opuesto, tomó medidas. Destacó treinta cohortes mixtas (infantería auxiliar reforzada con algunos jinetes desmontados) bajo el mando de otro de sus leales generales, Lucio Licinio Sura, para que avanzaran ligeramente adelantadas cubriendo el flanco derecho de la columna romana. Su misión sería vigilar atentamente la ladera oriental (Banatului) y responder de inmediato si de allí surgía alguna amenaza. Sura, veterano y amigo personal de Trajano, desplegó sus cohortes en línea abierta, avanzando paralelo a la columna principal, pero con los ojos fijos en la foresta oscura de las montañas.

 

Con estas disposiciones tomadas, Trajano dio la orden de avanzar. Las legiones romanas reanudaron la marcha valle adentro con paso firme pero cauteloso. El silencio era sobrecogedor; apenas el murmullo del viento en los árboles y el rumor lejano del equipo militar acompañaban a los hombres. Los romanos avanzaban entre muros de vegetación, atentos a cada sombra. La tensión era inmensa: miles de ojos escrutaban el bosque esperando la erupción repentina del enemigo. Al frente, los estandartes con el águila imperial brillaban tenuemente bajo el cielo encapotado de verano. En lo alto de las colinas, los guerreros dacios se mantenían agazapados, conteniendo la respiración y aferrando con fuerza sus armas, esperando la señal convenida de su rey. La emboscada estaba a punto de desencadenarse.

 

El desarrollo de la batalla: sangre y trueno en el valle

 

La calma tensa se rompió con un estruendo de gritos. Cuando las legiones romanas alcanzaron aproximadamente la mitad del desfiladero, Decébalo desató la emboscada. Desde el extremo norte del valle resonó el grave toque de las trompas de guerra dacias y el clamor gutural de miles de voces bárbaras. ¡Uraaah! Los dacios lanzaron su carga. Oleadas de guerreros surgieron de entre los árboles y se precipitaron cuesta abajo contra la vanguardia romana, mientras la infantería dacia apostada frente a la ciudad de Tapae avanzaba a toda carrera por el camino para chocar de frente con las legiones imperiales. El valle, antes silencioso, estalló en un caos ensordecedor: retumbaron los tambores y bocinas dacias, contestados por las órdenes gritadas de los centuriones y el sonoro toque de los cornicines romanos que llamaban a formar combate. Los estandartes con el dragón dacio (draco) ondeaban en la arremetida, emitiendo un aullido agudo cuando el viento atravesaba su boca abierta. Desde las laderas, nubes de flechas cayeron silbando sobre las filas romanas desde los arqueros ocultos en el bosque, seguidas por una lluvia de dardos y venablos arrojados por los guerreros dacios. Muchos proyectiles rebotaron inofensivamente en el muro de escudos romanos, pero otros encontraron carne y arrancaron alaridos de dolor a los hombres alcanzados. A pesar de las bajas iniciales, las legiones mantuvieron la cohesión. Cuando los dacios estuvieron ya cerca, a distancia letal, los centuriones bajaron sus espadas en señal y en un movimiento coordinado los legionarios respondieron: una descarga cerrada de pilum surcó el aire. Miles de jabalinas romanas volaron en un instante, zumbando sobre las cabezas de los primeros rangos e impactando con fuerza terrible en las filas bárbaras. Los escudos de madera dacios se astillaron bajo el impacto; muchos guerreros cayeron atravesados antes siquiera de entablar combate. Un latido después, con disciplina sobrehumana, los legionarios desenvainaron sus gladius al unísono y se prepararon para recibir la embestida.

 

El choque fue tremendo. La furia desatada de los dacios se estrelló contra el muro de escudos romano con un ruido de trueno: madera crujiendo, metal contra metal, gritos de hombres y choque de lanzas. Los dacios, poseídos por un ardor salvaje, atacaron con fiereza, blandiendo sus falces por encima de las cabezas para caer sobre los cascos y hombros enemigos. Muchos combatientes iban semidesnudos, cubiertos de tatuajes y con el cabello recogido en trenzas, lo que les daba un aspecto temible bajo la luz brumosa. Se arrojaban contra las líneas romanas dispuestos a romperlas o morir. Los legionarios, en cambio, resistían impertérritos; se atrincheraron tras sus escudos y aguantaron el impacto inicial como una roca en el oleaje. Por un instante, las formaciones romanas parecieron tambalearse bajo la presión del alud humano. Algunas falces lograron abrirse paso: con espantosos resultados, partieron escudos e hirieron de gravedad a más de un soldado imperial. Pero enseguida sonaron las voces duras de los centuriones, y la línea romana recuperó la firmeza. Tras absorber la acometida, los legionarios dieron un paso al frente con disciplina, empujando con sus scuta e incrustando sus cortas espadas en el cuerpo a cuerpo. Se luchaba cuerpo a cuerpo, a quemarropa, entremezclados hombres y acero en una melé encarnizada. La destreza romana en la lucha cercana empezó a notarse: cada legionario buscaba los puntos débiles del rival, apuñalando bajos los brazos o por el vientre, mientras sus compañeros mantenían la formación cohesionada. Los dacios, más individualistas, combatían con bravura, pero contra una máquina colectiva bien engrasada. El valle se convirtió en un infierno: los gemidos de los heridos y el choque de las armas se unían en una sinfonía terrible. El aire olía a hierro y a sudor, y el suelo pronto se volvió resbaladizo por la sangre.

 

Mientras tanto, en lo alto de la ladera occidental, los sármatas roxolanos esperaban impacientes su momento. Según el plan de Decébalo, una vez entablada la lucha frontal, este formidable cuerpo de caballería debía cargar cuesta abajo y golpear el flanco y retaguardia romanos desde el Semenic. Los jinetes sármatas, armados con largas lanzas y cubiertos con armaduras de escamas, sostenían nerviosos las riendas de sus corceles, intentando mantenerlos quietos entre los árboles. Oían el rugido de la batalla creciendo abajo en el valle… pero la señal de ataque nunca llegó. En lugar de eso, otro sonido atronador quebró la espesura a sus espaldas: el potente toque de corneta romano sonando a corta distancia, seguido del estruendo de miles de pies avanzando entre la maleza. Antes de que los jinetes roxolanos pudieran reaccionar, la columna de Juliano cayó sobre ellos desde la retaguardia. Las legiones I Italica, V Macedonica y XIII Gemina emergieron de la foresta como una marea imparable de escudos y lanzas. Los sármatas, tomados por sorpresa, intentaron volverse para enfrentar este nuevo peligro, pero no tenían espacio para maniobrar sus caballos en la pendiente boscosa. La estrechez del terreno que pretendían usar contra los romanos jugaba ahora en su contra. Desconcertados y comprimidos entre los árboles, muchos jinetes enemigos fueron derribados de sus monturas antes de poder formar línea. Los legionarios de Juliano avanzaban en formación compacta, abriéndose paso ladero arriba, empujando a los sármatas hacia la cima. A cada paso los romanos acuchillaban a los enemigos aturdidos, mientras cohortes auxiliares de infantería y caballería ligera envolvían los flancos sármatas para que ninguno escapara. Atrapados contra las pendientes rocosas, aquellos orgullosos jinetes de las estepas fueron arrollados sin piedad convertidos en una masa caótica de hombres y caballos cayendo unos sobre otros bajo la presión romana. La emboscada de Decébalo empezaba a volverse contra sus propios artífices.

 

En la ladera opuesta, Lucio Licinio Sura y sus cohortes también entraron en acción. Tal como Trajano había previsto, en cuanto la batalla estalló los dacios ocultos en los bosques del Banatului descendieron para golpear el flanco derecho romano. Una horda de guerreros dacios, entre los que había numerosos tiradores y tropas ligeras, salió rugiendo de la espesura con la intención de caer sobre la retaguardia de las legiones de Trajano. Pero se toparon con un hueso duro: allí estaba Sura con sus treinta cohortes aguardándolos en guardia. Los auxiliares de Sura, muchos de ellos veteranos hispanos y germanos acostumbrados a la escaramuza, sostuvieron la embestida como pudieron, trabándose en combate en la falda de la montaña. La pelea en la ladera fue salvaje y confusa, entre árboles y rocas resbalosas. Los dacios atacaban con furor, determinados a romper la defensa romana y caer sobre la masa principal de legionarios desde arriba. Las cohortes de Sura sufrieron muchas bajas ante la ferocidad de los montañeses dacios, cada soldado luchaba con dos y tres enemigos a la vez, pero mantuvieron sus posicione. Gritos de agonía y choque de armas resonaban entre los robles. Sura recorría la línea gritando órdenes, hasta que en un momento vio la oportunidad y la tomó: sus tropas contraatacaron. Con enorme esfuerzo, los auxiliares romanos lanzaron una carga ladera arriba, empujando a los dacios de regreso hacia los árboles. En ese preciso instante, como si los dioses contemplaran la escena, el cielo oscureció súbitamente y se desató una tormenta explosiva sobre el campo de batalla. Un relámpago cegador rasgó las nubes y el estruendo de un trueno hizo temblar el valle. Empezó a llover a cántaros, una lluvia torrencial que empapó a combatientes amigos y enemigos por igual. En segundos, el suelo polvoriento se convirtió en un lodazal resbaladizo. Los hombres luchaban ahora chapoteando en barro hasta los tobillos, bajo la cortina de agua que los calaba. Los romanos, lejos de amedrentarse, tomaron la tormenta como una señal divina: creyeron ver en aquellos truenos la mano protectora de Júpiter, dios de los rayos, luchando de su lado. Con renovados bríos, las cohortes de Sura redoblaron su empuje pendiente arriba, envueltas en lluvia y furia, empujando palmo a palmo a los dacios ladera arriba en un sangriento cuerpo a cuerpo.

 

Abajo en el centro del valle, la batalla seguía, pero empezaba a inclinarse hacia Roma. Las legiones de Trajano, aunque desgastadas por la prolongada lucha, mantenían firme la línea. Los dacios habían lanzado toda su furia inicial, pero no habían logrado romper la formación romana. Entre la lluvia y el barro, los legionarios continuaban avanzando paso a paso sobre los cuerpos de amigos y enemigos, obligando a retroceder a los guerreros dacios agotados. El propio Trajano seguía presente en primera línea, empapado por la lluvia, imperturbable bajo el estandarte de su legión. El emperador, espada en mano, animaba a sus hombres con voz tronante, recordándoles su entrenamiento y la gloria de Roma. A su alrededor yacían los caídos y corría la sangre mezclada con el agua, pero Trajano no cejaba. Su sola presencia elevaba la moral de las tropas imperiales, que combatían con la certeza de la victoria. Por el contrario, entre las filas dacias empezaba a cundir el desaliento: habían lanzado su mejor golpe y los romanos seguían allí, firmes, devolviendo golpe por golpe. Además, algo inquietante ocurría en los flancos: los dacios percibieron confusión y ruido de combates en sus propias retaguardias, y pronto rumores terribles corrieron entre los guerreros ¡los romanos los estaban rodeando! En efecto, las fuerzas de Juliano, tras aplastar a los sármatas en la cima del Semenic, empezaban a descender por la ladera opuesta para caer ahora sobre el propio centro dacio desde un costado. Igualmente, en el otro flanco, las cohortes de Sura habían conseguido hacer retroceder a los emboscadores del Banatului, despejando la ladera oriental. Los dacios se encontraron de repente sin ventaja táctica: sus flancos estaban comprometidos y sus hombres exhaustos.

 

Entonces, finalmente, el coraje dacio se quebró. Viendo que la emboscada había fracasado, muchas de las tropas de Decébalo empezaron a replegarse desordenadamente entre la lluvia. Primero unos pocos retrocedieron, luego otros les imitaron; en instantes, la retirada se volvió general. Los dacios rompían contacto y corrían valle arriba buscando la salvación de los bosques. Decébalo en persona, quien según la leyenda observaba la batalla oculto entre los árboles, se dio cuenta de que todo estaba perdido y ordenó retirada para salvar lo que quedaba de su ejército. Ahora eran los romanos quienes lanzaban un último asalto: con un clamor triunfal, las legiones avanzaron a empujones, y Trajano envió a su caballería auxiliar a perseguir al enemigo que huía. Jinetes romanos y aliados germanos galoparon tras los dacios en retirada, atravesando con lanzas a los rezagados y sembrando el pánico. En la confusión de la huida, el terreno que al inicio favoreció a los dacios se volvió en su contra: el estrecho barranco dificultaba la escapatoria y muchos guerreros bárbaros fueron alcanzados cuando intentaban trepar por las laderas resbalosas. Aun así, la mayoría de los supervivientes dacios lograron refugiarse en la espesura y retirarse hacia el norte. Decébalo, cubierto de la sangre de su pueblo, consiguió huir con vida adentrándose en las montañas. La batalla de Tapae había terminado.

 

 

Desenlace y consecuencias

 

Cuando cesó la lluvia, una escena dantesca quedó ante los ojos de vencedores y vencidos. El angosto valle de Tapae estaba sembrado de cadáveres, escudos rotos y armas caladas de sangre. Trajano había obtenido la victoria, pero a un costo elevadísimo. Según estimaciones modernas, los romanos perdieron alrededor de 4 000 soldados muertos en la batalla, además de un número muy superior de heridos. Era una cifra estremecedora incluso para un ejército triunfante, testimonio de la ferocidad del combate. De hecho, se dice que el propio Trajano, al recorrer el campo tras la batalla, quedó tan conmovido por las bajas que rasgó sus propias vestiduras para improvisar vendajes con los que atender a los heridos en el terreno. Los médicos militares corrían de un lado a otro intentando salvar vidas, mientras la lluvia fina persistente lavaba la sangre de las rocas. Los legionarios exhaustos se abrazaban unos a otros celebrando el haber sobrevivido, al tiempo que daban muerte piadosa a algunos camaradas agonizantes. En las filas dacias, las pérdidas también habían sido devastadoras, posiblemente igual o mayores que las romanas, pero gracias a la retirada a tiempo una parte del ejército dacio pudo salvarse. Decébalo había logrado evitar un aniquilamiento total refugiando a sus restos en las numerosas fortalezas que jalonaban las montañas cercanas. A la mañana siguiente, los romanos encontraron vacío el campamento dacio en Tapae: los defensores lo habían abandonado en la noche, llevándose a sus heridos más leves y dejando solo a los más graves. Trajano ordenó incendiar el campamento enemigo en señal de victoria, y las águilas romanas se alzaron sobre las empalizadas mientras las tiendas dacias ardían con furia.

 

La victoria romana en Tapae fue indiscutible, pero no decisiva. Ambos bandos habían quedado muy debilitados tras el choque, demasiado para continuar la campaña de inmediato. Trajano, aunque triunfador, se vio obligado a detener su avance para reorganizar sus fuerzas y esperar refuerzos, desaprovechando en parte la oportunidad de perseguir inmediatamente a Decébalo. El emperador comprendió la sangría sufrida y honró solemnemente a sus muertos: hizo erigir un altar en el campo de batalla y ofreció sacrificios y funerales en honor a los caídos, ceremonia que dispuso repetir cada año en el aniversario de la batalla. Además, para asegurar el estratégico paso de Tapae y prevenir contraataques, dejó destacada en la zona al menos una legión completa y una cohorte pretoriana como guarnición permanente.

 

La campaña dacia continuaría al año siguiente. Decébalo, pese a la derrota, no se rindió. Replegado en sus fortalezas de los Cárpatos, preparó nuevas defensas y contraataques aprovechando el invierno. Por su parte, Trajano reorganizó su ejército y, tras rechazar un contraataque dacio-sármata en la frontera, reanudó la ofensiva en la primavera del 102 d.C. Finalmente, acorralado por las legiones romanas, Decébalo se vio obligado a capitular ese mismo año, aunque solo de forma temporal. Roma celebró con júbilo la victoria de Tapae, inmortalizada años después en los relieves de la Columna Trajana, donde incluso se representa la tormenta enviada por Júpiter en ayuda del emperador. Sin embargo, la contienda con Dacia no concluiría definitivamente hasta el año 106, tras una segunda guerra en la que Trajano acabaría conquistando la capital enemiga y convirtiendo a Dacia en una nueva provincia imperial.

 

La batalla de Tapae de junio de 101 d.C. perdura en la memoria como un enfrentamiento épico, donde el coraje y la astucia de Decébalo casi logran doblegar al poder de Roma, y donde la tenacidad y disciplina romanas, bajo el liderazgo indomable de Trajano, prevalecieron contra enormes adversidades. Aquel día, en las estrechas Puertas de Hierro de Transilvania, resonaron el acero y el trueno, mezclándose los alaridos de los guerreros dacios y el clamor de las legiones victoriosas. Fue una victoria bañada en sangre que, narrada por historiadores y evocada por arqueólogos, nos permite sentir aún hoy la intensidad de la batalla: la tierra temblando bajo la carga, el cielo partiéndose en relámpagos, el valor desesperado de los combatientes y, al final, la imagen del emperador Trajano de pie entre los caídos, dueño del campo a un alto precio. Tapae fue, sin duda, uno de esos momentos donde la historia antigua se convierte en leyenda ante nuestros ojos.