El largo silencio del mármol: los siglos perdidos del Puteal de la Moncloa
El largo silencio del mármol: los siglos perdidos del Puteal de la Moncloa (siglo I a.C.–1654)
En un taller de mármol de la antigua Roma, quizás en los alrededores del Aventino o en la Vía Latina, un escultor experimentado toma el cincel y comienza a trabajar sobre un bloque blanco de impecable pureza. Corre el año 30 antes de Cristo. Roma está en plena transición: la República se extingue y el joven Octaviano se prepara para convertirse en Augusto, el primer emperador. En ese mundo de poder, propaganda y arte, nace una pieza singular: un brocal de pozo decorado con una escena que no celebra conquistas ni dioses vengativos, sino el nacimiento de Atenea.
Desde la frente de Zeus emerge la diosa, ya armada, símbolo de sabiduría y poder ordenado. A su lado aparece Hefesto, que con su hacha abrió el cráneo del padre de los dioses. Y sobre Atenea, como un soplo de gloria, la diosa Niké la corona, reconociendo no solo su divinidad, sino su victoria simbólica. A su alrededor, las Moiras -Cloto, Láquesis y Átropo-hilan los destinos del mundo. Todo ello tallado con maestría, como si el mármol pudiera narrar eternamente una lección moral y política: del pensamiento racional y la fuerza justa nace la armonía del cosmos.
Esta obra de arte, conocida hoy como el Puteal de la Moncloa, tiene una historia documentada a partir de 1654. Pero antes de esa fecha, su rastro se difumina. No hay archivos, ni crónicas, ni inventarios que lo mencionen. Solo silencio. Y sin embargo, ese silencio puede contarnos mucho. Porque aunque las palabras se pierdan, el mármol recuerda. Este es el relato de su larga desaparición -más de 1600 años en los márgenes de la historia-, rodeado de guerras, saqueos, redescubrimientos y silencios.
I. El esplendor de Roma y el origen del mármol (siglo I a.C.)
El puteal fue esculpido en un momento decisivo: entre el final de las guerras civiles y el nacimiento del Principado. Roma era un caos con pretensiones de orden. Octaviano había derrotado a Marco Antonio y Cleopatra, y se disponía a restaurar una paz que sería propagada como un milagro: la Pax Augusta. En ese contexto, los valores clásicos volvieron con fuerza. La mitología griega fue recuperada como lenguaje del poder.
El brocal no era un simple adorno. Su forma cilíndrica y su tamaño indican que fue diseñado para decorar un pozo o fuente de una villa aristocrática romana. Tal vez en los Horti Maecenatis, sobre la colina del Esquilino. O en los jardines de Livia, esposa de Augusto. Incluso podría haber estado en una villa de la Campania, cerca de Nápoles, o en los dominios de la Gens Julia en la costa lazial.
El mensaje de la obra era claro: la sabiduría nace del poder controlado, y el destino se somete a ese nuevo equilibrio que, en términos políticos, era Augusto. Los brocales como este eran habituales en jardines, peristilos o patios, donde el agua -fuente de vida- manaba desde lo profundo de la tierra, bajo la mirada de los dioses.
II. De generación en generación (siglos I–III d.C.)
Durante más de dos siglos, Roma vivió una etapa de expansión y esplendor imperial. El puteal, testigo inerte, probablemente cambió de manos, de una familia a otra, heredado, vendido o incluso trasladado. La costumbre romana de reubicar decoraciones escultóricas entre villas, foros y jardines está ampliamente documentada. No era raro que las obras más bellas viajaran cientos de kilómetros para seguir siendo contempladas en nuevos espacios de poder.
Es posible que fuera recolocado en un jardín reformado durante el reinado de Trajano, cuando Roma alcanzó su máxima extensión territorial, o que embelleciera una fuente de patio en época de Adriano, gran admirador del arte griego, que promovió una auténtica renovación estética en toda la arquitectura pública y privada del imperio. El refinamiento helenizante que caracteriza a su época hace aún más plausible que una pieza como esta fuera valorada y conservada.
En tiempos de Marco Aurelio, emperador filósofo y protector de las artes, no es difícil imaginar que el puteal continuara siendo considerado no solo como un objeto bello, sino como una expresión moral de orden y virtud. El nacimiento de Atenea bajo la mirada de Zeus, coronada por Niké, habría resonado profundamente en una cultura que empezaba a entrelazar el estoicismo con la idea imperial.
La pieza podría haber residido en alguna villa señorial a orillas del Tíber, o incluso en una de las muchas domus imperiales de la propia Roma. Por entonces, las obras con relieves mitológicos también se reutilizaban en contextos funerarios: algunos puteales acababan decorando mausoleos o tumbas aristocráticas como símbolos de sabiduría trascendente.
Quizás en este tiempo comenzó el desgaste superficial del mármol. El agua de lluvia, el polvo del tiempo, el roce de manos humanas. Pero también la contemplación silenciosa de generaciones que, sin saberlo, convivían con una obra destinada a desafiar los siglos.
III. El giro cristiano y la ocultación del pasado (siglos IV–V)
Con la conversión de Constantino y el edicto de Tesalónica (380 d.C.), el Imperio abrazó el cristianismo como única fe oficial. El arte pagano, antaño motivo de orgullo, fue cuestionado, temido y, en muchos casos, eliminado.
Relieves como el del puteal, que representaban dioses griegos, fueron considerados símbolos heréticos o supersticiosos. Muchos fueron destruidos o mutilados. Pero otros —especialmente aquellos bellamente esculpidos— fueron escondidos por sus propietarios. Puede que este fuera enterrado bajo un jardín, cubierto de tierra en un almacén o incorporado como piedra reutilizada en los cimientos de alguna construcción nueva.
Es plausible que, por entonces, la función original del puteal ya se hubiera perdido, y la pieza comenzara a ser tratada como un simple objeto decorativo de origen desconocido. Si sobrevivió, fue gracias al valor artístico que aún algunos cristianos supieron reconocer, aunque sin atreverse a exhibirlo abiertamente.
IV. Tiempos oscuros: saqueos y silencios (siglos V–X)
En 410 d.C., Roma fue saqueada por los visigodos. Más tarde llegarían los vándalos, y luego los ostrogodos. El mundo antiguo se desmoronó. La ciudad se vació, se ruralizó. El mármol dejó de ser arte y se convirtió en material de construcción o botín de guerra.
Si el puteal seguía en Roma, probablemente fue ocultado durante este tiempo. Si estaba en una villa abandonada, quedó expuesto a la intemperie y a los elementos. Muchos objetos romanos sobrevivieron solo porque quedaron sepultados por el abandono, no por decisión humana. Puede que el puteal pasara siglos semienterrado en el terreno de una finca olvidada, cubierto por maleza y olvido.
En un mundo que ya no recordaba a Atenea ni a Niké, la piedra permaneció.
V. El medioevo romano: ruinas entre las cabras (siglos XI–XIV)
Durante siglos, Roma fue una ciudad decadente. Monjes y pastores habitaban entre los restos del foro, del Palatino, de los templos y las termas. Las grandes familias feudales usaban los sarcófagos como abrevaderos, columnas como postes, estatuas como lastres para los molinos.
Pudo haber sido entonces cuando el puteal, redescubierto casualmente, fue reutilizado como pila, pesebre o macetero. Su forma lo hacía útil. Sus relieves aún bellos, aunque su significado se había perdido.
En conventos y monasterios del Lazio es frecuente hallar relieves clásicos empotrados en los muros, sin orden ni lógica, solo como elementos decorativos. El puteal podría haber estado en uno de estos espacios, visto pero no comprendido.
VI. El Renacimiento y el despertar de los antiguos dioses (siglos XV–XVI)
Hacia 1400, Roma comenzó a renacer. Los Papas promovían excavaciones para embellecer la ciudad. Se redescubrieron el Laocoonte, el Torso del Belvedere, y centenares de sarcófagos y esculturas que habían dormido durante siglos.
Es muy probable que en este contexto el puteal fuera descubierto en una finca suburbana, vendido a un anticuario o coleccionista, y pasara a formar parte de alguna de las grandes colecciones privadas que florecieron entonces: Colonna, Farnese, Borghese, Odescalchi…
El Renacimiento no solo recuperó las formas antiguas: también reinterpretó su mensaje. Atenea volvía a ser símbolo de sabiduría. Niké, de gloria. El arte volvía a hablar en griego.
VII. 1654: Cristina de Suecia y el resurgir del mármol
Y así llegamos a 1654. En ese año, la reina Cristina de Suecia, que había abdicado de su trono y se había instalado en Roma, poseía ya una colección de arte digna de un pontífice. Entre las obras mencionadas por inventarios y catálogos, aparece nuestro brocal. El puteal de la Moncloa.
Cristina era una mujer culta, apasionada por la filosofía, el teatro, la religión y el arte clásico. Convertida al catolicismo, había hecho de su palacio romano un templo laico del saber. No es casual que el puteal aparezca bajo su custodia: era la culminación de su viaje cultural desde el norte protestante al sur clásico.
El mármol, tras mil seiscientos años de olvido, volvía a contemplar la luz, esta vez bajo los techos dorados del barroco romano.