Augusto y su paso por Hispania
Augusto mira a Hispania
El 16 de enero del año 27 a.C., Octavio había recibido de manos del Senado el título de Augusto y había proyectado una pacificación general del todo el imperio. En ese momento, casi toda Hispania estaba pacificada excepto dos poderosos pueblos norteños, cántabros y astures, que se mantenían libres del poder de Roma. Una victoria sobre estos pueblos reportaría varias ventajas a Augusto; por un lado tendría acceso a la riqueza aurífera de sus territorios; por otro, consolidaría su prestigio personal. Octavio había demostrado ser un general victorioso en la guerra civil contra Marco Antonio, pero aquella fue una guerra entre romanos; necesitaba, por tanto, incrementar su prestigio militar con una victoria frente a enemigos externos, cuanto más fieros e indómitos mejor.
La propaganda imperial se ocupó de mostrar en todo momento que los habitantes del norte de Hispania era salvajes y belicosos en extremo e incapaces de soportar el yugo romano y que de ello resultaba una peligrosa amenaza para el orden establecido.
Augusto deseaba seguir la estela de su padre adoptivo Julio César, famoso por sus triunfos en la Galia: la conquista del norte de Hispania le equipararía con él. Del mismo modo, si César había conseguido llegar a los confines del mundo alcanzando, incluso, la lejana Britania, Augusto llegaría también al finis terrae de la Península, más allá del cual sólo se encontraba el insondable mar Océano que todo lo rodeaba. Además, su ausencia de Roma propiciaría que sus reformas se consolidaran sin su constante presencia en todos los ámbitos, que podría resultar gravosa para todos aquellos acostumbrados a una República basada en un equilibrio de poder entre las familias más poderosas.
Los frecuentes ataques de cántabros y astures a los territorios de diversos pueblos vecinos sometidos a Roma, como los autrigones, turmogos y vacceos, proporcionaron el casus belli que los romanos necesitaban. Augusto decidió aprovechar la ocasión y, estando todavía en Roma, ordenó abrir solemnemente las puertas del templo de Jano Brifonte en el foro para que este dios protegiera al pueblo romano en armas en la guerra que se avecinaba. A continuación se traslado a la ciudad de Tarraco (Tarragona) para supervisar los preparativos de la ofensiva. Desde allí, a comienzos de la primavera del año 26 a.C., Augusto se dirigió por fin hacia el territorio cántabro para dirigir personalmente las operaciones.
Las guerras cántabras
Los romanos sabían que aquella no sería una guerra fácil, el enemigo era fiero y el terreno abrupto y poco favorable para la lucha en campo abierto. Uno de los mayores problemas lo constituía el abastecimiento de víveres de los legiones romanas. Pero el emperador confiaba en salir victorioso gracias a una táctica envolvente que conllevaba el ataque en tres columnas. El avance romano resultaba imparable y comprendía la destrucción total de pueblos, cosechas, ganado y habitantes. Sin embargo, la ofensiva no tuvo el éxito deseado. Los cántabros atacaban desde posiciones ventajosas y no se arriesgaban a un combate en campo abierto, cortando, además, los suministros romanos.
En esos días tuvo lugar un incidente que fue interpretado como un mal augurio por las tropas romanas. Los rayos iluminaban fugazmente la noche y los truenos dejaban oír su estruendo mientras el emperador Augusto avanzaba en su litera por algún lugar boscoso del indómito norte de Hispania. Delante, dos esclavos con antorchas iluminaban el camino de la comitiva. De repente un intenso rayo cruzó la oscuridad para abatirse sobre el emperador, pero quién resultó alcanzado fue uno de los esclavos que iba en cabeza, tea en mano. La luz cegó a los porteadores y la litera cayó al suelo. Poco después Augusto daba gracias a Júpiter Tonante por haberle librado de una muerte segura.
Después de este incidente todo se agravó, Augusto cayó enfermo, quizás a causa de la fatiga y las preocupaciones, enfermó y tuvo que retirarse a Tarragona para recuperarse.
Al año siguiente los romanos reanudaron la guerra contra los cántabros, esta vez bajo la dirección de Antistio, legado de Augusto. Entre tanto, el emperador recibía en Tarragona las noticias del frente de las guerras cántabras y las relacionadas con Roma, así como a embajadores de lugares tan lejanos como la India y Escitia. La ciudad dedicó a tan ilustre huésped un altar durante su estancia. Pero pronto llegarían buenas noticias: los cántabros habían cometido el error de enfrentarse en campo abierto con las legiones y habían sido derrotados. Los supervivientes huyeron al monte Vindio, donde fueron también vencidos. Luego, los romanos procedieron al asedio de algunas ciudades hasta conseguir tomar la fortaleza de Aracelium, pese a la gran resistencia que ésta opuso. Los romanos rodearon el monte con un foso continuo de unos 23 kilómetros, una empresa colosal que recuerda a las fortificaciones que Julio César levantó en Alesia en el 52 a.C. Los sitiados, al advertir que la derrota final era inevitable, se dieron muerte a sí mismo por medio del fuego, las armas y un veneno extraído del tejo, prefiriendo la muerte a la esclavitud.
En el frente astur, el legado Publio Carisio cosechó también algunas victorias que finalizaron con la toma de Lancia (en León).
Al llegar el invierno, Augusto regresó a Cantabria. Para lograr la pacificación definitiva del territorio ordenó a los cántabros bajar de los montes y asentarse en los llanos, además de obligarlos a entregar rehenes y vender a muchos de ellos como esclavos. Lo mismo hizo con los astures. A continuación regresó a Roma. Seguro de haber cumplido todos sus objetivos ordenó que se cerraran las puertas del templo de Jano en señal de que a partir de entonces en el Imperio reinaba la paz. En cambio declinó celebrar el triunfo que le ofrecía el Senado, en un gesto de calculada modestia. El poeta Horacio celebró su triunfal regreso a Roma en una de sus odas, en la que compraba a Augusto con el semidiós Hércules y, alegrándose con la seguridad que ofrecía su victoria, exclamaba: "Este día festivo me librará de mis negras preocupaciones; yo no temeré ni el tumulto ni morir de forma violenta mientras César domine el mundo"
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